miércoles, 21 de enero de 2015

INDIA-8º De mi paso por la India.



Seis hombres desnudos se están lavando sobre el muelle del puerto de los pescadores. Las barcas amarradas. Ganado de vacas panzudas cabeceando una al lado de la otra, ganado multicolor que el sol del mediodía refleja sobre el campo verde oscuro, aceitoso y sucio, del espejo del agua. Al fondo un gran hangar con redes descansando de su lucha diaria con el fondo del mar. Manchas de colores, violetas, amarillos, rojos, con pelo negro y descalzas, las remiendan. Forman un collar de cuentas, sobre el borde del agua, que al reflejarse en el caldo donde pacen las panzudas vacas pierde su brillo y viveza.

Enfrente, de espaldas al sol, el almacén del hielo. La sombra cubre la zona en la que cuatro niños, con palas más grandes que ellos, van llenando, con este producto de vida fugaz en estas latitudes, cajones situados sobre un carromato. La calle llena de restos de la venta mañanera. Al final de la misma, un grupo de pescaderas protesta, desgañitándose, delante de unos policías. Ellos, los policías, apoyados en sus cañas mágicas, pasan de ellas. Saben que finalmente pagaran la mordida.

A lo lejos vislumbro, otro mundo, el Taj Mahal Hotel. Enfrente la Puerta de la India, The Gate of India. Mahmmud metiendo el taxi por intrincadas callejuelas intenta evitar el tumultuoso tráfico. Un camión cargado de gente se cruza en nuestro camino. Sin cabina ni capota, con el motor al aire y tirando humo negro por todas partes, arrastra su caparazón a golpes de cigüeñal. The Management English School autobús, con barrotes cruzados en la ventanillas, estacionado recoge unos jóvenes, con camisa blanca, corbata y pantalón azul los chicos, las chicas falda azul y lazo en el cuello de la camisa, interrumpe el fluir de los vehículos. El humo del desnudo camión cubre la visión. Un ciclista cargado con bidones vacíos de gasolina; seis bidones que le cubren por encima de la cabeza, se apoya sobre el taxis. Imagen esquelética, cara desencajada, envuelta con una bufanda que le cubre la boca, se queda mirándome por la ventanilla.

Por la acera enfrente de nosotros y a través de la negra humareda, puedo ver un grupo de turistas siguiendo a una banderita roja atada a una varita que lleva una azafata de viajes; vestidos con sus equipos de aventura, pantalones cortos, chaleco llenos de bolsillos, sombreros adecuados para resguardarse de las inclemencias solares y cámaras de video y fotográficas al ristre. Las señoras dejaban notar que ya habían visitado algún centro de compras; todas ellas vestían el típico pantalón ancho y camisa larga hindú de colores múltiples.

Aparcamos el taxi. Le indico Mahmmud que es hora de comer, que vaya a comer y mientras yo me entretendré visitando La Puerta de La India. Me contesta que comerá un poco más tarde, de camino al Club de Cricket. Él se queda en el taxi y yo me bajo con la cámara a tomar algunas fotos del lugar.

Una sensación extraña me invade. Encontrarme en un punto histórico como este por el que han llegado y salido tantos anhelos, esperanzas, riquezas y desgracias. Este arco del triunfo que, paradójicamente, fue creado en 1911 para recibir y dar la bienvenida al rey Jorge V, fue también el punto de partida y despedida de los ingleses cuando abandonan la colonia.

Caminando hacia el por la calle Shivaji Marg, viniendo desde la plaza Wellingdon Circle, donde se quedó el taxis, ves como va apareciendo la gran mole del monumento iluminado por el sol, que aún resalta más las blancas piedras de las que esta construido. La gente recorre los alrededores del mismo buscando la mejor perspectiva para sus recuerdos. Vendedores de fruslerías, globos, figuritas del monumento en piedra o plástico, los persiguen incansablemente allá a donde van. Mujeres con bebes, niños descalzos pidiendo limosna, también. Familias hindúes se reúnen en los escalones que salen desde la otra parte del monumento hacia el agua, a pensar con los familiares que se fueron algún día allende de los mares a buscar otras formas de vida.

Si miras desde el monumento hacia la capital te encuentras con una de las fachadas marítimas más bonitas de Mumbai. Con el Hotel Taj Mahal, de estilo indo-sarraceno el edificio principal, la ampliación con cierto aire oriental , en primer plano, el frente marítimo se prolonga a lo largo de unos 3 kilómetros, algunos de los edificios con rasgos coloniales y en un estado cuidado.

Dejo correr el tiempo respirando la atmósfera de despedida y esperanza que las caras de los turistas nativos transmiten. Un niña de uno 10 o 12 años se me acerca. Envuelta en un chal rojo sucio, solo deja ver su cara. Sus ojos son de los que hacen que el corazón de uno de una sacudida. Que se tambalee todo lo leído y pensado sobre el ser humano. La mente, aún después de haber visto tanta miseria y pobreza, a la vista de una carita como esta, piensa que algo se esta haciendo mal.

Que no hay derecho de que en nuestros países derrochemos tanto; gastando, tirando, consumiendo de forma despreocupada. Solo pensando en lo que nos hace falta, para una vez conseguido que pierda todo nuestro interés. Mientras que en este país, 300 millones de personas no saben si al día siguiente van a tener para comer, y 100 millones tienen cierto que no lo van a tener.

El policía de turno, con su susodicha varita mágica, le indica que no moleste a los turistas. La pena cubierta con el chal rojo desaparece de mi vista y se esconde detrás de los vehículos a la espera que el policía desaparezca de la escena. Voy en busca de Mahmmud. Le comento lo de la comida. Él acepta y nos dirigimos al restaurante al que, según él, va a comer todos los días que el servicio se lo permite.

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