Los altavoces ronronean el número 375, número del taxi que usualmente me transporta a través del caos de esta ciudad. Espero en la puerta del hotel Intercontinental charlando con el door man, vestido a la antigua usanza: zapatillas negras, calzas blancas, faldón largo verde oscuro, galones dorados en las hombreras y, por debajo del faldón, pantalones cortos atados a las rodillas con cordones rojos terminados con borlas verdes; la cabeza cubierta con un turbante rojo de cuyo centro sale hacia arriba una cresta de gallo blanca que se abre como un palmito.
Son las cuatro y media de la mañana. La humedad hace la atmósfera irrespirable. Sopa tibia y mal oliente que cubre la ciudad. La polución, sombrero que no deja ver los pisos más altos del hotel. El agua cantarina y refrescante de las fuentes del jardín ayuda a paliar la desgana que te inunda el cuerpo a estas horas de la mañana. Treinta y dos grados y el sol aún no ha hecho acto de presencia.
Mahmmud con su taxi, a cool cab, ya me espera. Al no ser un coche del hotel, no puede entrar, tiene que esperar en una línea secundaria situada enfrente mismo de la entrada principal. Nos saludamos como cada mañana, él deposita mi maleta en la parte trasera del coche y nos disponemos a salir hacia la estación de ferrocarriles de Mumbai. Nada más salir del entorno protegido del recinto hotelero me doy de frente, una vez más, con la cruda y dura realidad. Los motoricksaws se amontonan uno al lado del otro esperando que alguien los alquile para llevarlos a algún entorno cercano; estos vehículos solo hacen trayectos cortos dentro de los mismos barrios. Los diferentes bares, o algo que se les parece, carromatos con bebidas, tienen una inusitada afluencia de público. Yo le pregunto a Mahmmud como a estas horas tan tempranas hay tanta gente bebiendo en estos chiringuitos. Él me explica que casi todas esas personas son taxistas, que pasan el día al volante en medio de un calor sofocante, trabajando casi las veinticuatro horas. Y cuando llegan las horas de la madrugada, cuando intentan descansar lo hacen cerca de estos carromatos, paran a charlar y beber junto a los demás compañeros. Muchos de ellos parece ser que se emborrachan. Lo que hace muy peligroso coger un taxi a primeras horas de la mañana, ya que, posiblemente, te puedes encontrar con un suicida al volante que, ni podrá casi hablar o entender, ni sabrá llevarte a la dirección que le indicas. En el caso, hipotético, de que por el camino no sufra ningún accidente.
Después de recorrer varios kilómetros por los “slums”, barrios de chabolas, en los que parecen hacinarse centenares de miles de personas de manera infrahumana, llegamos a la periferia de Mumbai. El tráfico ya me indica que he hecho muy bien en levantarme con suficiente tiempo de antelación para poder llegar a la estación. La carretera colapsada. Los camiones de reparto y los autobuses, algunos cayéndose a pedazos, traen las mercancías y las personas al centro. Entre ellos los carros, bicicletas, vacas, triciclos, cruzándose en todas las direcciones. Las bocinas, melodía ensordecedora e interminable que te sigue a todas partes. La quema del gasóleo por los motores viejos de los vehículos aún hace más irrespirable la sopa ambiental que lo cubre todo. Gracias a ir en un cool cab puedo disfrutar del panorama sin sufrir las molestias del mismo.
Llegamos al parking de la estación. Un ejercito de cargadores se avalancha sobre el taxi. Con su camisa roja, pantalón azul oscuro, chanclas playeras de goma y con su herramienta de trabajo sobre el hombro o cubriéndoles la cabeza; un saco o manta color naranja ocre que la utilizan para cargar mercancías sobre la cabeza o la espalda. Son un clan de trabajadores bien organizados que intentan que nadie entre mercancías o maletas a la estación, monopolizan este servicio, del cual ganan su sustento diario.
Mahmmud baja del taxi, con sus casi dos metros de altura musculosa y corpulenta, y haciendo un ademán con la mano, hace que todos desaparezcan del entorno. Cosa que hacen de forma respetuosa y sin algarabía. Yo vestido de traje, corbata y camisa blanca, parezco una flor en medio de un campo de cardos. Esta sensación aumenta una vez entro en el edificio principal de la estación.
Edificio grande de estilo colonial, rojo parduzco sucio, con una estancia principal muy amplia a la que dan todas las oficinas de los servicios que aquí se pueden encontrar: venta de billetes, servicios, reten de policía. La estancia es completamente diáfana. Sin bancos, suelo de mármol. La gente desparramada por grupos familiares, sentada en el suelo, acostada sobre los fardos o maletas. Colorido variopinto de sharis, razas, creencias, una amalgama concentrada del espíritu de la India, comiendo con las manos la comida depositada sobre papeles en el suelo: arroz con diferentes salsas, curry, pimentón con lo que parecen ser tropezones de verdura o carne. Hinduistas, sikhs, jainistas, musulmanes, un misionero cristiano. La humanidad reunida entre la entrada del edifico y el anden, esperando el tren que les llevara al trabajo, o a reunirse con su familiares para celebrar el “Festival Holi”, el festival del color.
CONTINUARÁ
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