-- No lo olvidaré no te preocupes, ahora empecemos por
aquí, ¡vale! – Y me dirijo a las taquillas que se encuentran allí mismo.
El mediodía se vuelve pesado, cansino. En la cola de
control de entrada, nativos con sus camisas y pantalones blancos, saris que
llenan de color el tórrido pasillo, una pareja de estadounidenses jóvenes;
todos compartimos manchas en nuestros atuendos y olor de sudor. Cruzamos un arco
central, de arenisca roja combinada con mármol, flanqueado por dos pequeñas
cúpulas. En el centro de un cuadrilátero que encierra un jardín recorrido por
acequias, se encuentra el mausoleo.
Pequeño, también cuadrado, con un minarete en cada
esquina. Techo bajo con una cúpula central angular. Mármol desde el suelo hasta
la parte más alta de la cúpula en su interior, que palia la temperatura
exterior. Las paredes, jardín de ramilletes florales pétreos, incrustadas con
piedras de colores semipreciosas: negro, gris y varias tonalidades de ocre.
Creando figuras florales y geométricas armoniosas, ligeras, elegantes; a pesar de ser
una decoración recargada.
Bobby con su buen inglés, se siente más cómodo, me va
relatando la historia del monumento. Me cuenta que la esposa preferida de un
emperador mongol, Jahangir, llamada Nur Mahal (Luz del Palacio), en aquellos
momentos considerada la mujer más poderosa de Imperio Mongol, encargo la
construcción del mausoleo para sus padres, Mirza Ghiyas Beg, llamado
Itimad-ud-daulah (Pilar del Estado), y su esposa. La construcción data del
1622-28; anterior a la del Taj Mahal. Con su linterna me muestra de cerca, pisándola encima de las flores incrustadas de color ocre, que esa piedra es traslucida y
como se ilumina interiormente.
Un cañón de luz entra por la puerta. Me recuerda que tenemos
que volver a cruzar el patio para ir a buscar el taxi. En el interior, aunque
el silencio de la gente ayuda a crear una atmósfera de recogimiento, el olor a
cuerpo humano derritiéndose por los poros hace que la estancia aquí dentro no
se pueda prolongar más. Le indico a Bobby que nos vamos.
Sentado a la sombra de un saliente, con una bolsa que
contenía un par de botellas de agua, nos esta esperando el taxista. Nos damos
un respiro.
-- Yo llevando tu ahora al Kinnari bazar, market; seda,
preciosas piedras allí. –insiste Bobby en su negocio, de nuevo en castellano.
-- No, nos vamos directamente al Taj Mahal, y si después
tenemos tiempo ya hablaremos de compras.
Cruzamos el amplio cauce del río, de nuevo, buscando la
circunvalación que cruza la ciudad hasta la carretera Karbala la cual enlaza
con la que nos lleva, por la orilla del Yamuna directamente al Taj Mahal,
Yamuna Kinara Road.
Tambaleándose, el coche va cruzando calles sin asfaltar y,
casi tropezando con los laterales en las fachadas, abarrotadas: de esqueletos
de motos, tiendas con pollos enjaulados a la espera de los compradores, típicos
barberos, estatuas humanas de piel oscura grisácea (mezcla de polvo y cáscara
de avellana) acurrucadas sobre neumáticos, limpia zapatos en paro (todos van
descalzos o en chanclas), chavales jóvenes con tupes a lo Bolliwood; uniformes,
empapados de sudor, caña en mano hostigando a niños, con las manos apretando
trapos sobre su nariz, ojos perdidos, vacíos,
con una sonrisa ida, desesperada.
Puñetazos de aceite refrito me golpean la nariz.
Los desagües se expanden por el aire, los restos sólidos
y líquidos por el suelo. La mirada de la gente al rozarse con la mía hace
saltar en su rostro una sensación de alegría y extrañeza a la vez. Si les mantengo
la mirada o me dirijo a alguno de ellos, en el mismo rostro aparece la timidez
y el servilismo, disfrazado de hospitalidad. Y siempre, mirando de reojo la
llegada de las botas que van debajo del pantalón que sujeta una camisa sudada
con una placa al pecho y una caña de bambú en la mano.
Las murallas del fuerte rojo, a nuestra derecha, corren
en dirección contraria a la nuestra. A la otra parte del recodo del río se
vislumbra, a través de la calima y el monóxido de carbono que revolotea por
encima de los vehículos que inundan la avenida, la majestuosa figura blanca del
Monumento al Amor, el Taj Mahal.
Nuevos mercaderes de; mapas, bolígrafos con fotos del
monumento, collares, esculturas que semejan al mármol, de plástico duro, nos
esperan en el parking. Allí subimos en un motorricksaw, después de acordar con
el wallah (conductor del vehículo) el precio de la ida y vuelta.
Nueva cola para sacar los tickets, al sol inclemente que
maltrata mi calvicie. Precio para los nativos 0,60 cm. de euro, para los
extranjeros 25 euros. Fila india, control de seguridad, sudores. De nuevo
arenisca roja y mármol blanco con incrustaciones de piedras semipreciosas con
alegorías árabes en la fachada del edificio que encierra la entrada al jardín
interior que nos conducirá hasta el mausoleo.
Pasamos bajo el palio del gran arco de la entrada al
recinto. Enfrente de nosotros se abre una zona ajardinada de unos 300 metros. A
ambos lados cerrando el patio por los laterales, hileras de arcos que conforman
pequeñas estancias. Da la impresión de que en su tiempo debió de ser la zona de
recibimiento y acomodo de los visitantes más distinguidos.
De sopetón la gran, frágil y delicada mole blanca, es
arrastrada con ímpetu dentro de mis retinas. Saliéndose del azul que la
envuelve viene en busca de mis ojos. Bobby intenta empezar el relato sobre el
lugar. Le corto, y le digo que se espere por los alrededores, y que no me
cuente nada. Quiero dejar la mente en blanco para mimetizarme con el entorno y
dejar que sea él el que con sus formas, reflejos, colores, minaretes
inclinados, cúpulas, jardines, sonidos de agua chisporroteando, monos marrones de
cola larga y cara negra y sus mezquitas laterales, me vaya introduciendo en su
historia.
“Penetrando en mi mente me dirige hasta el estanque
cuadrado situado sobre una plataforma de mármol, desde donde él mismo se me
muestra reflejado en el agua; como presumiendo de su grandeza, se muestra por
duplicado.
-- Las ondulaciones que la cálida brisa forma sobre mi
cuerpo cuando plácidamente baño mi marmórea figura en el estanque, me sientan
bien, ¿eh? – Me dice con orgullo.
-- Hacen que mi silueta parezca más sutil, meciéndose
junto a los coloridos saris que vienen a visitarme. Revuelto con ellos mi
palidez histórica de siglos se trasforma en arco iris acuoso, que va cambiando
de tonalidades según la gente va desfilando por delante del estanque.--
Sale del estanque y haciéndome dar media vuelta, me
muestra los jardines que le rodean, que le adornan.
– Mira que avenidas tan anchas y limpias me he hecho
preparar para que el pueblo pueda acercarse a mí. Las grandes zonas de césped y
arboledas para que las parejas de enamorados, con todo el recato que aquí, en
la India, deban de guardar, puedan compartir mi historia de amor universal con
las suyas. Tengo que contarte una confidencia; Los días de luna llena, dejo las
puertas abiertas. Sentadas a mí alrededor, las parejas, me cuentan sus cuentos
de amores en ciernes, de deseos incumplidos, comparten sus miradas cómplices
conmigo. Por mi parte, a trabes de mi resplandor pétreo y lunar a la vez, me
acerco a cada una de ellas y a todas a la vez. Y les susurro pequeñas banalidades
de la vida, pasajes de relaciones pasadas por otras parejas que a lo largo del
tiempo me han acompañado en mi solitaria y silenciosa morada. Pero sobre todo
les cuento la historia de amor vivida por mi motivo de ser, gracias a la cual
existo. Ella, mi Reina, la emperatriz
Aryumand Banu Begam, conocida como Mumtaz-i-Mahal, “Corona del Palacio”, cuando
el emperador le preguntó, estando ella en su lecho de muerte después de haber
alumbrado a su catorceavo hijo, qué como quería que le mostrase el amor que él
sentía por ella, pidió que le prometiera que nunca volvería a yacer con mujer
alguna y que le construiría el mausoleo más bonito del mundo. Su esposo el
emperador Shah Jahan “Emperador del Mundo”, acepto, y aquí estoy yo, como
prueba del cumplimiento de una de sus promesas, de la otra nunca supe nada. —
Esto último lo dice con un toque de ironía que hace que, las esquinas truncadas
de la fachada principal, se dilaten lateralmente. Y sigue con su relato.
--Veintidós años tardaron en levantarme y 20.000
trabajadores acariciaron mis piedras, tallaron mi cuerpo, hicieron los encajes
de mármol que rodea el sarcófago central de la reina y el del emperador; este
desplazado hacia la derecha del de la reina, para indicar claramente ha quien
estaba destinado el mausoleo. – Me lo cuenta henchido de orgullo de albergar en
su vientre a personas de tan alto rango.
Correteando por el
parque me arrastra, me empuja, para que llegue a ver a los escurridizos monos,
de cara negra, que juguetean entre los árboles situados detrás de la mezquita
llamada el “eco de la mezquita. Se llama así porque, justamente enfrente, al
otro lado del mausoleo, hay otra mezquita que se usa para el culto musulmán. La
“eco de la Mezquita”, esta en desuso por estar orientada en dirección errónea,
y cuya finalidad es guardar la simetría del conjunto.
La mole blanca sigue anclada en mi cerebro.
– Pocos saben un secreto que yo tengo. – susurrando en
mis adentros me cuenta.
– las tumbas que la gente visita, del emperador y del la
reina, no son las autenticas, no. Son replicas de las verdaderas. Las
verdaderas las tengo muy bien guardadas en lo más hondo de mi cuerpo. –
Esboza una sonrisa que hace que los arcos de la cara
oriental se le arruguen hacia arriba. Y sigue con sus historietas juguetonas,
quizás no dignas te tan anciano cuerpo.
– Te puedes imaginar como traían mis marmóreos miembros a
lomos de elefantes desde el Rajasthan y de otras partes del país, e incluso de
otros países. Y no me dirás, que los cuatro “chattris” de cúpulas más pequeñas
que rodean la cúpula central, que parece una corona, no me quedan bien. Al
pasar de los años me entere que la forma de mi cuerpo, técnicamente, se llamaba
octogonal. Si porque, aunque en principio era cuadrada, me hicieron las
esquinas truncadas, y como resultado, tengo forma octogonal. Pero no sólo en el
exterior. Sino, que mi interior me lo diseñaron octogonal también. Si, si. Cuando
miro mi interior me encuentro que tengo una sala octogonal central, pero no
contentos con esto, me añadieron cuatro salas más pequeñas, también
octogonales, como no. Pero aun hay más octágonos, sí. Los cenotafios me los situaron
en el centro de la cámara principal y los rodearon por una celosía de mármol
labrado con incrustaciones de unas piedras que en verdad eran preciosas, que
han sido y son la envidia del mundo. Pero a que no sabes la forma de la celosía…
Si eso que piensas es correcto: Era octogonal, también. Bueno pero estoy
contento. Solo con ver la cara feliz de la gente que me visita, ya es
suficiente. Pero, eso sí, siempre me vienen con unos sudores, que hay veces,
que mi interior huele a rosas podridas mezcladas con almizcle y transpiración
corporal. Bueno tampoco voy a ponerme quejica a mi edad. Tengo que serte
realista; desde hace un siglo, más o menos, obligaron a que los visitantes se
descalzaran o se pusieran unas bolsitas de tela sobre los zapatos, de manera
que dejasen el polvo en el exterior y que no me dejasen rayas negras de las
suelas de goma sobre mi inmaculado interior. Con esto, aparte de la
satisfacción de la limpieza interior, gane unos amigos, que van cambiando con
el pasar de los años. Estos todas las mañanas son los que primero se ponen en
cuclillas delante de mí y esperan a que lleguen las personas atraídas por mi
atractiva figura, para ayudarles a descalzarse y ponerse la bolsita en los pies.
Además, que tendrás que decir de mis cuatro minaretes. Ahí plantados, siempre
cerca de mí, vigilando que no me suceda nada. Al principio de mi existencia, al
verlos, me preocupé. No se, pero en aquel entonces les notaba algo extraño,
como si me huyeran, distantes, pero también entre ellos. Ya bastante tiempo
después me enteré, que lo arquitectos no tuvieron mala intención al
posicionarlos de la forma que lo hicieron. No. Según me explico una paloma,
venida del más allá, lo hicieron para evitar que, en caso que yo sufriese algún
ataque de la madre naturaleza, disfrazada de terremoto, los minaretes me
cayesen encima y pudiesen dañar mi arrogante figura. —
Esta pétrea figura adivina lo que estoy pensando
(¿Cuántas personalidades, reyes, presidentes, gobernantes de todos los rangos y
personas humildes de todas las castas habrán acariciado con delicadeza sus
mármoles…?), y sin dejar que termine mi pensamiento me corta.
-- Si, muchos. Ni te puedes imaginar cuantos. Sabes, mi
amigo Gandhi paso algunos días aquí charlando conmigo. Aprecié mucho sus
visitas. Solía visitarme cuando me encontraba solo y creamos una fluida
conexión entre ambos. Como vestía igual que yo, de blanco, y además, Él estaba
tan delgado, se me perdía entre mis arcos y por detrás de la celosía. Algunas
veces, no te lo vas a creer, pero es verdad, tuve que llamarlo a gritos. Rápidamente
su vocecita, que justo le venía cruzar el túnel de su boca, me decía, estoy
aquí, al lado del cenotafio falso de tu emperatriz. No te preocupes que no me
he ido. Reanudábamos nuestra charla, que Él siempre quería llevar a su terreno:
la fuerza de la lucha pacifica, las huelga de hambre, la gran marcha de la sal.
Una tarde, en total soledad y confianza, me dijo, “Tu nos has visto llegar, a
los ingleses y a mi, los viste marchar a ellos y me veras marchar a mi. Tu
almacenaras la memoria de la historia en los átomos cristalinos y marmóreos de
tu cuerpo”. Aquello me hizo sentirme importante, grande, como algo único en el
mundo; pero Él, Gandhi, tenía algo mucho más grande, algo que yo nunca tuve ni
podré tener, la belleza sutil de la fuerza que la humildad arraigaba en la
energía única y divina de su Atman. — Terminó de decir estas palabras y los dos
arcos de las esquinas truncadas frontales se inclinaron lateralmente, como
cejas que se comban melancólicamente. En ese momento las fuentes del estanque
central, empezaron a derramar lágrimas de nostalgia.
La túnica blanca con bordados pétreos dejada caer en este
horizonte azul con forma de edificio eterno y majestuoso. Eternidad y
majestuosidad que, el río Yamuna, su amigo y compañero de avatares históricos,
de lunas y soles universales, de monzones temporales, hubiera compartido con Él.
Sí el emperador, de no haber sido destituido por su hijo, el terrible
Aurangzeb, hubiese llevado a buen fin la construcción del hermano gemelo,
negro, en la otra orilla del río. Y uniendo las dos orillas con un puente de
oro sobre el Yamuna les hubiera hermanado para la eternidad. Pensar en esto lo
descorazona, se queda como aletargado. Pero no puede evitar el seguir
relatándome ciertas vivencias de aquella época.
-- Mi progenitor no pudo disfrutarme como se merecía. Al
poco tiempo de dirigir y terminar, junto con el arquitecto persa Isa Khan, todo
mi acicalamiento, me abandono. No, no fue un olvido o alejamiento voluntario.
El rebisnieto del emperador Akbar, su hijo Aurangzeb, lo detuvo y encerró de
por vida en el Fuerte Rojo.
Impresionante fortaleza de los tiempos más gloriosos de
los mongoles qué, como bien sabrás, empezó a construir el emperador Akbar en
1565, como fortaleza militar. Y que posteriormente, mi progenitor, el emperador
Jaha, nieto de Akbar, transformo en palacio. Entre todas las maravillosas
dependencia de esta palacio, hay una por la que siento una especial devoción…, La Torre Octogonal. Las incrustaciones de piedras preciosas de sus
paredes, especialmente las de color ámbar, resuman una luz interior intensa. La
emoción que siente al llegar a esta parte del relato, le quema y enciende sus
entrañas. Con las lágrimas del estanque salpicando de pesar los rosales
laterales, prosigue con, una cara de dolor que hace que su faz blanquecina se
vuelva grisácea, a mi parecer, la parte más dolorosa de su relato. Un elefante
volador y algodonoso cubre los rayos del sol.
-- Pocos años después de las celebraciones de mi
presentación a la sociedad mundial, mi emperador fue detenido por su hijo y encarcelado
en el Fuerte Rojo, en la Torre Octogonal. Desde allí, a trabes de las ventanas
con rejas de hierro del Torreón, nos mirábamos y compartíamos pensamientos
sobre nuestros destinos, tan diferentes.
Muchas noches de luna llena, con el resplandor que la luz
lunar produce en mi cuerpo, cuando las noches son claras, le mandaba mensajes
de compasión y ayuda. Dejaba ir mi silueta hacia sus ojos para que pudiera
disfrutas del fruto de su ilusión, aunque solo fuese con la mirada. Cuando el
me miraba, yo lo notaba, algo se estremecía en mi estructura indicándome su
necesidad de cariño, la incomprensión de lo que su hijo le había hecho. Yo le
comunicaba los cuidados y atenciones dedicados por mí a su esposa, la Emperatriz. Esto
parecía consolarle, pero durante un corto plazo de tiempo. Pasó muchas noches
llorando y gritando el nombre de ella cogido a los barrotes de su celda. Celda
que posteriormente compartió con su hija, también detenida y encarcelada por su
hijo. En la cual murió pocos años más tarde. – El pesar que tiene es tan
inconsolable que el llanto recorre su cuerpo. El algodonoso elefante blanco
volador posado encima de la torre central, descarga lágrimas de un insufrible
dolor. —